El conflicto armado que azotó a El Salvador tiene raíces profundas en la historia económica y política del país; entender los orígenes de este período violento resulta fundamental para enfrentar su legado. Las diversas actividades económicas que se han llevado a cabo en el país han generado grandes riquezas. Sin embargo, a lo largo de varios siglos sólo un pequeño segmento de la población ha mantenido el control de los recursos nacionales y la gran mayoría del pueblo salvadoreño ha tenido que soportar una dura pobreza. Aunque a lo largo de la historia se hayan suscitado intentos por modificar este sistema tan excluyente, muchos de los esfuerzos por impulsar cambios y reformas han sido acallados a través de la represión y la violencia.
Un caso emblemático de ese patrón fue el de 1932. Cuando el líder sindicalista Farabundo Martí lideró un alzamiento campesino en el occidente, la respuesta estatal fue rauda y sangrienta: dentro de pocas semanas, se estima que unos 30.000 campesinos fueron muertos a manos del ejército salvadoreño y de milicias convocadas para aplacar el levantamiento. Muchas de las víctimas no tuvieron nada que ver con el primer alzamiento. Pero la reacción del Estado no se trató tanto de identificar a los rebeldes como de aterrorizar a los campesinos, particularmente a aquellos de ascendencia indígena, y de aplacarlos hasta la sumisión.
Ese patrón – de protestas masivas y de consecuentes reacciones de violencia abrumadora – persistió durante las décadas venideras. Si bien desde el estado se plantearon algunas reformas que buscaron evitar la expansión de ideologías de izquierda, eso se alternó con una represión brutal contra cualquiera que se atreviera a alzar la voz por las injusticias que se estaban viviendo. En medio de un clima de golpes militares y elecciones fraudulentas, en el cual las personas eran rápidamente etiquetadas de “subversivas” por el simple hecho de expresar su opinión, algunos grupos se fueron convenciendo de que el único camino hacia el cambio tenía que ser la revolución.
Los movimientos guerrilleros izquierdistas comenzaron su desarrollo a principios de la década del setenta, y algunos de ellos financiaron sus actividades por medio de secuestros. Al mismo tiempo, comenzó a formarse una red cada vez más asertiva de escuadrones de la muerte derechistas que entre las sombras se coordinaba con el ejército y las fuerzas de seguridad para hacer “desaparecer”, torturar, y ejecutar a cualquiera que pareciera simpatizar con la izquierda. A medida que se expandió el terror se esparció también un movimiento de resistencia. Poco a poco, comenzaron a darse demostraciones a lo largo del país para denunciar la violencia estatal y exigir reformas democráticas. Sin embargo, la élite recalcitrante percibió estos hechos como una señal de que la “subversión” se propagaba, por lo cual consideró necesario comenzar a aplacar con mano más dura todas las libertades civiles.
A medida que aumentaba el revuelo político y se profundizaba el miedo en la sociedad salvadoreña, el asesinato del Arzobispo Óscar Romero en marzo de 1980 vino a indicar el descenso irreversible del país hacia una guerra. En su rol de pastor venerado y defensor de los grupos más desposeídos, Romero había expresado opiniones cada vez más críticas de la violencia estatal, dirigiéndose directamente al ejército y a las fuerzas de seguridad en su último sermón, con estas hoy tan conocidas palabras: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!” Al día siguiente Romero fue asesinado mientras oficiaba una misa. En su funeral, hubo francotiradores que abrieron fuego contra las miles de personas que llegaron a despedirlo a las calles. Con este hecho se daba rienda suelta a una violencia sin precedentes.
En enero de 1981, cinco grupos revolucionarios alineados bajo un único estandarte, el del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), lanzaron una ofensiva mayor para intentar derrocar al gobierno. Aunque el ataque no tuvo éxito, en poco tiempo el gobierno estadounidense del recién electo Presidente Ronald Reagan decidió ampliar la ayuda económica proporcionada al asediado gobierno salvadoreño. Reagan transformó esta práctica en la piedra angular de su política exterior durante la Guerra Fría; así comenzó a definir los conflictos en Centroamérica como una amenaza para Estados Unidos y a destinar miles de millones de dólares para apoyar a las dictaduras de la región, pese a tener evidencia que estos gobiernos asesinaban a civiles de manera sistemática.
Esto último no pudo manifestarse más claramente en El Salvador, donde la masacre de cientos de personas no combatientes en diciembre de 1981 en El Mozote a manos de un batallón entrenado por Estados Unidos sirve como ejemplo, entre muchos otros, de las tácticas de “tierra arrasada” utilizadas por las fuerzas estatales salvadoreñas y sus aliados. Estas campañas no sólo buscaban la eliminación de guerrilleros, sino también despejar regiones enteras pobladas de civiles que pudieran brindarles apoyo; así, el ejército eliminó comunidades enteras, a su paso quemando casas, destruyendo cultivos, e incluso asesinando ganado. En zonas urbanas, los blancos de la violencia fueron estudiantes, profesores, sindicalistas, periodistas, o cualquier persona que se considerara sospechosa de estar afiliada con grupos sociales reformistas. Fueron asesinados sacerdotes, monjas, y catequistas laicos, y dentro de esos crímenes se cuenta el conocido caso de cuatro religiosas estadounidenses en 1980 y el de los seis sacerdotes Jesuitas, su colaboradora y su hija en 1989.
Las fuerzas del FMLN también tuvieron responsabilidad en el asesinato de personas no combatientes. Cuando la guerra llegó a su fin el año 1992, una Comisión de Verdad de las Naciones Unidas investigó los crímenes cometidos por ambas partes, y entre sus hallazgos se encontró que el FMLN ejecutó a oficiales del ejército que se ubicaban en zonas de guerra y que sembró minas antipersonales, provocando la muerte de personas civiles. Sin embargo, la gran mayoría de los crímenes cometidos durante la guerra – sobre el 90%, según estimaciones de la Comisión de la Verdad – fueron cometidos por fuerzas estatales y por los escuadrones de la muerte que se alinearon con ellas. La Comisión calculó que alrededor de 75.000 personas murieron en el conflicto, la gran mayoría de ellas a manos de su propio gobierno.
Sin embargo, solamente cinco días después que estas conclusiones fueran publicadas, la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó una Ley de Amnistía para prevenir el enjuiciamiento de los responsables. Producto de esa ley, y hasta el día de hoy, no se ha responsabilizado a ningún individuo por ordenar las atrocidades cometidas. Muchos salvadoreños siguen buscando información sobre el paradero de sus seres queridos, intentando recuperar sus restos para darles digna sepultura, o luchando para poder honrar su memoria sin miedo de sufrir represalias o recriminación. Los líderes de ambas partes involucradas en el conflicto han buscado esconder sus crímenes debajo de la alfombra; las autoridades han dispuesto que las víctimas olviden el pasado. Sin embargo, como lo demuestra la larga historia del país, todos los intentos por alcanzar la estabilidad mediante la imposición del silencio no han logrado resultados duraderos.
Y en este momento, las cosas están comenzando a cambiar.
En septiembre de 2013 la Fiscalía General de la República anunció por primera vez que abrirá investigaciones criminales sobre la masacre de El Mozote, y posiblemente sobre 32 masacres más ocurridas durante la guerra. Y en julio de 2016, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de ese país declaró inconstitucional la Ley de Amnistía y recomendó la apertura de investigaciones de casos de graves violaciones a los derechos humanos cometidos por las fuerzas del gobierno y de la guerrilla. Éstas son señales importantes que revelan una democracia en funcionamiento. Sin embargo, para un país que nunca ha examinado su pasado de manera sistemática ni ha buscado responsabilizar a aquellos que ejecutaron crímenes de lesa humanidad a escala masiva, éste resulta ser un proceso contencioso.
Asimismo, es un proceso que requiere del apoyo de la comunidad internacional. En resumidas cuentas, las heridas provocadas por la guerra en El Salvador fueron también infligidas a través de un proceso profundamente internacional. Fueron los dólares recaudados a través de impuestos a ciudadanos estadounidenses los que compraron las balas, echaron combustible a los aviones, y capacitaron a los entrenadores. Ahora es el momento para que la comunidad internacional se coloque del lado de la justicia y apoye a las salvadoreñas y salvadoreños valientes en su demanda por los derechos humanos tras la huella de la tragedia humana.
El Rol de EE.UU.
Durante gran parte del siglo XX, El Salvador recibió poca atención por parte del gobierno de Estados Unidos, pero esta situación cambió repentinamente en la década de los ochenta. En 1979, el movimiento izquierdista de los sandinistas en Nicaragua derrocó al dictador Anastasio Somoza, quien era considerado un aliado de Estados Unidos. Con el surgimiento de grupos revolucionarios en El Salvador, Estados Unidos comenzó a temer que se produjeran acontecimientos similares en ese país. Durante los 12 años que duró la guerra civil en El Salvador, Estados Unidos canalizó más de US$5 mil millones de ayuda económica al gobierno salvadoreño para apoyar la lucha contra la insurgencia y participó activamente en el entrenamiento de las Fuerzas Armadas salvadoreñas.
El gobierno del Presidente Carter buscó mantener a los grupos insurgentes al margen del poder a través de su apoyo a un gobierno salvadoreño moderado. Luego del derrocamiento del dictador General Carlos Romero, el gobierno de Estados Unidos amplió la ayuda económica a El Salvador, que ahora iba dirigida a la nueva junta gobernante, integrada por políticos civiles y oficiales militares.
La represión a manos del nuevo gobierno aumentó rápidamente, por lo que aumentaron también las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos que se producían de manera generalizada. En febrero de 1980, el Arzobispo Óscar Romero escribió y dirigió una carta abierta al Presidente Carter solicitándole que suspendiera la asistencia militar de Estados Unidos a El Salvador. A pesar de este esfuerzo, el año 1980 dio inicio a un período en que la ayuda militar de Estados Unidos iría en continuo aumento.
En diversas ocasiones, la administración de Carter adoptó posturas contradictorias. Por un lado, Carter se esforzó por promover los derechos humanos, pero por otro, ante la preocupación de una posible victoria de los grupos revolucionarios, su gobierno continuó apoyando a la nueva junta, a pesar de saberse abiertamente que ésta violaba los derechos humanos. Después del asesinato de cuatro religiosas estadounidenses en El Salvador en diciembre de 1980, el Presidente Carter suspendió toda la asistencia económica que entregaba a El Salvador, pero cuando la junta acordó nombrar a un nuevo líder civil, Carter decidió restablecer dicha asistencia. Al mes siguiente, que fue el último de su mandato, Carter otorgó al gobierno salvadoreño US$5,5 millones de ayuda de emergencia en respuesta a una ofensiva de la insurgencia—ello a pesar del escaso avance que había tenido la investigación por el asesinato de las religiosas.
La toma de posesión del Presidente Ronald Reagan marcó un cambio en la política estadounidense hacia El Salvador. Reagan y su gabinete criticaban abiertamente la política que Carter había implementado en América Latina, y aducían que el ex mandatario no había hecho lo suficiente para detener la expansión del comunismo en la región. La administración de Reagan percibía a El Salvador como un campo de batalla de la Guerra Fría, y por eso deseaba lograr una victoria militar sobre la guerrilla a como diera lugar. En los primeros meses de su gobierno, Reagan envió al gobierno de El Salvador US$20 millones en asistencia militar de emergencia e incrementó la presencia de personal militar estadounidense en el país.
Al inicio del primer mandato del Presidente Reagan, el congreso aprobó un proyecto de ley que ponía la siguiente condición para continuar con la ayuda económica: el presidente debía presentar certificaciones periódicas sobre los avances en materia de derechos humanos en El Salvador. A menudo las evaluaciones presentadas por Reagan minimizaban los abusos de derechos humanos o ignoraban por completo la responsabilidad que el gobierno tenía sobre estas violaciones. La primera certificación de Reagan llegó al día después de que se publicaran informes sobre la masacre de El Mozote en la prensa estadounidense. Cuando el congreso reaccionó furiosamente a esta información, Reagan envió a Thomas Enders, el Subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, a comparecer ante distintos subcomités del congreso. Enders explicó que luego de haber realizado investigaciones, la embajada de Estados Unidos en El Salvador había determinado que no existían pruebas suficientes para demostrar que había ocurrido una masacre. La historia y la evidencia proporcionada por cables enviados por miembros del gobierno estadounidense demuestran que los funcionarios de la embajada nunca estuvieron en El Mozote, sino que apenas sobrevolaron esa zona en helicóptero.
En ciertas ocasiones, el gobierno de Reagan logró ejercer la presión suficiente sobre el gobierno salvadoreño para que éste mejorara su historial de derechos humanos . En diciembre de 1983, tras la insistencia del congreso estadounidense, Reagan envió al Vicepresidente Bush a El Salvador para abordar el problema que significaba el aumento de la violencia a manos de los escuadrones de la muerte. Bush se reunió con altos oficiales militares salvadoreños, solicitando el retiro de varios líderes clave de los escuadrones de la muerte. Como resultado de estas conversaciones, tres oficiales fueron reasignados a cargos diplomáticos y otros fueron destituidos por completo. Durante los meses que siguieron la visita de Bush, El Salvador pareció experimentar una baja en la violencia generada por escuadrones de la muerte. No obstante, al poco tiempo las ejecuciones extrajudiciales comenzaron a aumentar nuevamente.
El Presidente George H. W. Bush asumió la presidencia al momento que la Guerra Fría llegaba a su final. Es probable que la política exterior hacia América Latina de Bush se haya basado menos en criterios ideológicos que la política de Reagan debido a esa coyuntura histórica. A diferencia de su predecesor, Bush mostró estar abierto a buscar una salida política, y no sólo militar, a la crisis en El Salvador.
El asesinato de seis sacerdotes jesuitas y de su empleada doméstica marcó un hito importante para la política estadounidense en El Salvador, recién cuando comenzaba la presidencia de Bush. El congreso designó a un grupo de trabajo especial, dirigido por el Representante Joe Moakley, para viajar a El Salvador e investigar los asesinatos. Aunque el congreso decidió no restringir inmediatamente la ayuda económica, sí advirtió al gobierno salvadoreño que cualquier apoyo futuro peligraba si no se tomaban las medidas adecuadas para responsabilizar a los autores de este crimen.
Debido al retraso de las investigaciones sobre el caso jesuitas, el congreso estadounidense comenzó a imponer medidas más estrictas sobre la ayuda económica y a exigirle participación al gobierno salvadoreño en las conversaciones de paz con los grupos revolucionarios. Aunque en un principio el mismo gobierno estadounidense se mostró reticente ante dichas conversaciones, con el tiempo éste se convertiría en propulsor de las conversaciones de paz facilitadas por la ONU. Fue finalmente en 1992 que se logró firmar un acuerdo de paz que puso fin al conflicto armado en El Salvador.
Después de terminada la guerra civil, El Salvador volvió a ser sólo una preocupación menor para la política exterior de Estados Unidos. Sin embargo, quedan pendientes muchas preguntas sobre el rol que jugó Estados Unidos en las violaciones a los derechos humanos ocurridas en El Salvador. En 1993, el Presidente Clinton decidió publicar 12.000 documentos desclasificados relacionados a la participación de Estados Unidos en ese país. Estos documentos indican que hubo muchas instancias en las cuales el gobierno estadounidense tuvo mayor conocimiento sobre las violaciones de derechos humanos del que reconoció en su momento.